jueves, 3 de junio de 2021

Hasta el fin del mundo, Víctor

(Fotografías por Fernado Barreto)

El Clínico es un lugar que parece perdido en el tiempo, y pocos quieren encontrarlo. Tiene formas que pertenecen a una época en la que Caracas iba a ser una versión muy distinta a la actual.
Esa tarde fuimos cuatro amigos a visitar a un quinto y dicen que tres son multitud.

 A Hugo, el organizador de la visita, le llamábamos Huguisa, pero para esta ocasión Hugasa, es experto en hacerle homenajes a la creatividad y a la bondad. Para consentir a la primera dice: “yo soy mi propia contradicción”, para agasajar a la segunda le destapa las venas a Víctor y lava sus cubiertos de la cena.
En plena visita llegó Carolina, una enfermera que bautizamos ‘la Bette Midler venezolana’. Entró a la habitación preguntando si éramos concursantes del ‘Mr. Venezuela’.
Le preguntamos si le podíamos traer en otra visita un radiecito al paciente. Ella buscó un enchufe y le dijo a Víctor riendo, pero muy en serio: “Coño chamo, te quejas de la vida y tienes tremendo enchufe que no necesita adaptador en tu habitación, eres uno de los pocos afortunados del hospital”.

Carolina no paraba su alharaca en la que como paño empapado escurría  frases célebres: “Yo no maltrato a nadie, a pesar de que la vida me ha maltratado bastante a mí”.
Le preguntamos si tenía pareja y confesó que hace poco terminó con un novio: “Ay mijito, yo le dije a ese hombre que me quería embromar, que de su mecate ya yo tenía varios rollos”. Estallaba en risas y luego decía: “Qué bueno es cuando te hacen reír, eso es algo grande, porque la risa es muestra de bienestar”. Saltaba del exceso a la carencia de humildad: “Yo sí hablo vale, pero no importa, porque soy agradable”.

Carolina tomó una pierna del moreno visitado y le dijo:

“Víctor, quiero que sepas que tú y yo hasta el fin del mundo. No me vayas a hacer lo que me hizo un novio que tuve que cuando le decía esto me respondía: “No, hasta el fin no, tú y yo hasta la mitad”.

Una comadrona, familiar del vecino de habitación de Víctor, entró cuando ya nos íbamos. Con cara arrugada soltó: “Ay, Dios mío, con sábanas negras es más difícil curarse”. Carolina lo defendió: “Con la fuerza que tiene Víctor, no hay sábana ni cobija que pueda con él”.

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Carolina, quiero decirte en estas líneas que no leerás, que ese tipo que sólo te daba hasta la mitad, se perdió un mundo sin fin.

Víctor, lástima tanto sufrimiento que suponemos que atraviesas, digo suponemos porque durante toda la visita estuviste sonriendo.

martes, 1 de junio de 2021

Alegria e a melhor coisa que existe


Me levanté temprano, tomé el primer autobús que vi por la calle. Sólo quería conocer más y más a Río. Lo que no sospechaba es que ese viaje sería una grata demostración de que la alegría “e a melhor coisa do mundo”.  

El chofer del autobús era negro y bastante gordo, cuando me vio en la calle y se detuvo me gritó sonriendo: "¡Eh, amigo!", y me extendió su mano. Me la apretó con fuerza y vociferó: "Muito bom!". No aguanté la risa, pagué, y noté que el cobrador también se carcajeaba. Me senté pensando que tanta efusión no la había visto ni en los tours contratados, pero es que la alegría sincera vale mucho, y no se puede comprar.

Saqué mi libreta para registrar lo que acababa de pasar y así recordarlo. En eso, el chofer comenzó a cantar a todo gañote. Su voz era melodiosa. Repetía: "Meu coração, meu coração". Yo giraba para ver la reacción de los otros pasajeros, algunos le prestaban atención, reían, negaban incrédulos con la cabeza, otros miraban para afuera como si no estuviera pasando nada.

El motorista dejó de cantar porque vio a una garota en minifalda. Le gritó: "Amor, nos vamos pra onde???". Una vez escuché que gritar ayuda a drenar. Esa debe ser una de las razones por la que los brasileiros lucen tan despreocupados porque es normal escuchar alaridos de alegría o reclamo.

El chofer siguió cantando. Había mucha cola y un obrero de una construcción que pasamos comenzó a cantar con él. Me sentí inserto en una comedia musical. Ambos tenían ritmo y buena voz. Cantaban como el que sabe que la música es suya. Recordé que en una estación del metro de Río leí que en toda nuestra vida convivimos con un ritmo: el de nuestro corazón y el de los cariocas es especial.

El tráfico estaba pesado, pero eso no molestaba al chofer que cuando no cantaba, gritaba: "Querido! isto está parado!". Le señalaba al cobrador una gordita que pasaba: "Ela é feia mas não se preocupa, sabe lo que pode fazer con uno". Le preguntó a otro chofer si podía hablar con una pasajera de su bus, y a la pasajera si podía falar con el chofer. Hablaba con todas las mulheres que veía. Intentaba adivinarles sus nombres: "María!" "Isabela!" "Leopoldina!". Le encantaban las rubias. Hacía juegos con el lenguaje. Sonaba a veces como rapero: "Vocé tem, tem, tem", y otras como cantante de góspel: "Vocêêê".

Este motorista parecía celebrar todos los días la abolición de la esclavitud. Así deberíamos trabajar todos. Él merecía un reconocimiento por mejorarle el humor a la gente. Era un artista manejando un autobús. Si hubiera más choferes como él, más personas dejarían el auto en casa. 

Por todo esto decidí escribir de este personaje quien me resultó mucho más inspirador que Maríah Carey a quien había visto la noche anterior en Copacabana, gracias a una multitud que la aguardaba afuera de su hotel, atraídos como abejas a su fama de miel.

Cuando recuerdo a este motorista de Río, me río agradecido de que me haya regalado la melhor coisa do mundo.

lunes, 31 de mayo de 2021

Destrozada


Regresaba a casa en autobús, lamentándome por haber salido sin un documento por lo que perdí el viaje a la Embajada. Iba haciéndome "mala sangre", como dicen cuando uno va refunfuñando por la vida. En eso, escuché golpes. Un hombre de unos 30 años le daba con el puño a la puerta del autobús y le gritaba al chofer que le abriera porque ya habían pasado dos autobuses y no habían parado y él tenía que ir a laburar.

Varias veces había presenciado una escena similar en Buenos Aires. Los conductores a veces seguían de largo porque el transporte iba ya lleno o llevaban retraso con el horario.

El chofer continuó su marcha, lenta porque había tráfico. El hombre golpeó con más fuerza hasta que rompió la puerta de vidrio que cayó destrozada. De su brazo brotó un gran chorro de sangre. Siempre pensé que esos chorros eran exageraciones de las películas de terror, no lo son.

El chofer: - Pero este pelotudo, ¡cómo me va a partir la puerta!
Un pasajero: - ¡Qué importa la puerta!, tenga un poco de compasión.
Los pasajeros: - Llévelo a un hospital. Ese pibe puede morir.

El chofer abrió la puerta y todos nos bajamos despavoridos.

La hemorragia era enorme. Una escena dantesca. La sangre no paraba, dejando el asfalto chorreado de desastre. Me dieron ganas de llorar. Un señor se sacó su corbata y le hizo un torniquete. Se agruparon varios a su alrededor.

Me acerqué para verle la cara. Tenía la mirada perdida. Me sentí mareado. ¿Qué mundo es éste? Me senté en la calle porque se me bajó la tensión. Rogué porque se pusiera bien. Escuché la sirena de una ambulancia.

En Venezuela a actuar moderadamente se le dice "usar la mano izquierda", creo que es porque es la mano que está más cerca del corazón. Pero fue con la mano derecha que este hombre le dio a la puerta hasta destrozarla, al igual que a su salud, su paz y la nuestra.

Qué lección tan cruda pero valiosa: estar cerca de nuestro corazón evita que nos dejemos inundar por "mala sangre" y caigamos en semejantes destrozos.

domingo, 30 de mayo de 2021

Paraíso perdido


Cuando Ale me dijo que estaba embarazada me costó mucho creerlo. Entre lágrimas decidimos que naciera el bebé, y que nos casaríamos. Nuestra vida daría un vuelco gigante que aceptamos con miedo. Cuando les conté a mis padres, no pudieron ocultar su emoción; en cambio, los de Ale dudaron que pudiéramos asumirlo. ¿Cómo haríamos?, ¿Dónde viviríamos? No teníamos respuestas. Esperábamos que ellos nos ayudaran en todo sentido y así encontrarlas.

Poco a poco fuimos inventando nuestro futuro. La boda de rigor, muchísimo menos fastuosa a la imaginada por Ale desde que era niña. Un apartamento que nos alquilaron unos amigos de mi familia. El nombre del niño: Arturo, y el tan esperado día del parto, en el que pasó lo que tenía que pasar. Aún me cuesta decirlo. Demasiado difícil ha sido tragarme el "así tenía que pasar". El niño falleció, Ale también.

Me recluí en la casa de mis padres, a donde volví luego del suceso. Me quedé sin trabajo tras mis ausencias. La mayoría de mis amigos dejó de llamarme luego de un tiempo, desalentados por mis rechazos, pero Federico insistió hasta que le contesté.

La idea de Fede me pareció descabellada: irnos a la Gran Sabana a encaramarnos en el Roraima, el tepuy más grande de todos, con la gente de su trabajo a quienes ni conocía. Él trabajaba en Expedición, un programa de televisión dedicado a mostrar las maravillas naturales de nuestro país. El viaje tenía el objetivo de indagar el terreno porque el siguiente paso era ir a filmar el programa.

Yo me sentía sin fuerzas para subir las escaleras del edificio. ¿Cómo iba a hacer para llegar a esa cima? Sin embargo, acepté. Había escuchado que la concentración de energía de los tepuyes era impresionante, y ese día había amanecido pensando en que perdería la razón si seguía en casa. Necesitaba algo que me estremeciera. Esa invitación podía ser una mano salvadora. Fede se rio cuando le dije que yo no sabía escalar. Me aclaró que subiríamos en helicóptero.

La semana siguiente estábamos sobrevolando el río Orinoco y la selva amazónica, escuchándole al jefe de la expedición que los pemones creen que los tepuyes son dioses que quedaron petrificados.

Busqué conversar con el muchacho indígena que nos acompañaba. Quería indagar acerca de los acontecimientos extraños de los que contaban. Pune, así me dijo que se llamaba, me dijo que varias veces él había visto una especie de luz rodeando las inmensas rocas y que mucha gente que después de visitar los tepuyes se sentía diferente. Le pedí que más información pero se negó por respeto a sus dioses que ahora sólo dormían.

Luego de instalar nuestras carpas en la cima del Roraima me sentí anonadado por las estrellas, la oscuridad, por estar encima de las nubes. Era hora de dormir, pero yo no pude. Le conté a Fede que tenía un poco de miedo. Se rio y me tranquilizó diciéndome que allí no había monstruos sino maravillas naturales.

Esa noche no paré de sentir la sensación de estar en otro mundo, como si hubiéramos hecho un viaje a través del tiempo.

Al día siguiente salimos a explorar muy temprano. Observamos plantas con hojas de tamaños y colores que jamás había visto, pequeños riachuelos que culminaban en diminutos lagos que parecían perfectos oasis, cuevas con estalactitas que formaban figuras, rocas multicolores... Yo iba trasnochado y desvariando por las sorpresas. Me prendé con una palmera, no vi un hueco y me caí. El dolor fue inmenso. El médico de la excursión comprobó que me había fracturado el tobillo y me vendó. Como pudieron me cargaron hasta el campamento y se decidió que los esperaría allí. Ellos terminarían de hacer el recorrido hasta el extremo de la cima, porque tenían el tiempo contado, hasta que nos buscara el helicóptero al día siguiente.

El jefe de la excursión me insistió que me mantuviera quieto, con la pierna en alto, y pretendió tranquilizarme diciéndome que nadie iba a molestar mi reposo porque nosotros éramos el único grupo en el tope del Roraima, pero eso lo que hizo fue alarmarme.

Fede me preguntó si quería que él se quedara conmigo, pero le pedí que siguiera con el grupo. Era su trabajo y a mí nada me pasaría. Me dejaron una radio que funcionaba con interferencia. Me encerré en la carpa.

Al poco rato del grupo haberse marchado, el cielo se nubló, y fue cayendo la noche. Una lluviecita interminable me heló hasta el alma.

Abrí la carpa cuando cesó, para darme cuenta de que no tenía visibilidad a más de dos metros. Todo lo que veía era una neblina misteriosa, casi sólida, como con vida propia que rozaba las rocas recorriendo minuciosamente el suelo y mi cuerpo. Comencé a sentir un cosquilleo persistente. ¿Por qué no volvían? Una sensación de soledad y fragilidad infinitas se apoderaron de mí. Los minutos comenzaron a parecerme eternos, y me invadió la sensación de vació interminable.

Escuché ruidos. Eran pasos. Al girar el rostro vi unas manos que comenzaron a rozar la carpa, hundían el techo y los costados. “¿Fede?” Grité, y entonces, oí algo perturbador. El llanto de un bebé. Contagiado por él mi llanto brotó también. La locura se había apoderado de mí. Había perdido a mis dos amores y ahora me perdía a mí mismo.

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El médico acaba de entrar de nuevo a mi habitación para preguntarme cómo me sentía tras el efecto del sedante, y pedirme que le contara todo lo que ocurrió allá arriba nuevamente, pero yo lo único que quiero es regresar a aquella cima. Ir tras las huellas de mi locura, y perderme en ella definitivamente.

sábado, 29 de mayo de 2021

Tu-tía

Tania, 33 años, uñas pintadas de rojo. Era una de las contadas rubias de su barrio. Llevaba dos meses viviendo con su Diego, un tipo de mala conducta. Estresada fumaba en el salón un cigarrillo tras otro.

Encendió la radio. Las voces que salieron del aparato criticaban el estado del país. La apagó rápido:

"Esos lo único que hacen es descargar y cagarlo a uno".

Se asomó por el balcón, muerta de nervios.

“Pero mira aquel pidiendo que alguien lo lleve en la calle, como hacía yo cada vez que peleaba con mis padres y luego me robaba un florero, un reloj, cualquier cosa de la casa y me ponía a venderlo en la esquina a los que iban pasando. Cuando alguien se detenía, hacía negocio a un precio resolvedor para mis andanzas y le preguntaba para donde iba".

Volvió al sofá, abrió el periódico, detalló la página de sociales con extrañeza. En la parte de superior había una reseña de una fiesta japonesa, abajo un matrimonio caraqueño:

“Los latinos somos unos apropiadores. ¡Mira cómo nos paramos frente a la cámara, desbordándonos de un ‘quiero salir en la foto’, en cambio, mira los japoneses, qué diferencia. Creo que fueron ellos quienes inventaron las cámaras. Allí están firmes como diciendo: ‘ok, una foto más’. Pero igual ellos también son medio invasores... hay países minados de japoneses: Canadá, Estados Unidos, Brasil...; Aquí sí que no vienen mucho, por algo será. Tal vez no les gusta la gente que habla tanto. Yo creo que es mejor hablar mucho que ser un tieso. Yo hablo hasta con las piedras porque eso me ha ayudado siempre. Muchos mesoneros me han cobrado menos cuando no me llegaba para pagar la cuenta. Habladera, una picada de ojo y eso está listo”.

Comenzó a pintarse las uñas de rojo, rojo sobre rojo. Pasó la página del diario, manchándola. Sección de crónicas.

“Otro chorizo que metieron preso. Yo también he caído enjaulada. Aquella noche, cuando me encontré a ese par de malandros abriendo mi carro. Les eché Paralizer, y antes de que pudieran pegar la carrera, ¡tas!, zancadillas, y a patada limpia. ¡No joda, me saqué toda la rabia que tenía aguantada por años! Para mí esos coños e' de madre que me estaban robando el carro eran los mismos que me habían desvalijado la casa un mes atrás. Maldita sea. Ojalá los agarraran y les dieran con una metralleta a toditos”.

Miró hacia arriba.

“Gracias Diosito que me los pusiste en bandejita. Les di con todo, pero luego pasó esa camioneta. Bajaron la ventana y me gritaron: ¡hija de puta! A esos tenía que demostrarles lo puta que fue mi madre por haberme parido. Corrí, los alcancé. Les golpeé los vidrios. Y no sé en qué momento llegó la policía. Basta que no los esperes pa’ que veas. De una me transformé. Usé la técnica que me había salvado en tantas ocasiones, porque siempre cuesta creer que una tipa educada y rubia puede ser peligrosa. Les dije hablando como una sifrina, que menos mal que llegaron, que aquellos dos que estaban tirados en el piso, casi muertos, eran unos asaltantes que me estaban robando el carro. Que yo era karateca y me defendí para que no me secuestraran. Y que cuando pasó este carro, corrí desesperada a pedirles ayuda para que llamaran a la policía.

Los pacos hablaron con los de la camioneta. Los pajúos les dijeron que me habrían gritado para que me detuviera cuando me vieron destrozándole la madre a esos dos tipos que ni se movían, tal vez estaban muertos o si no, seguro que no podían creer que una mujer les había desfigurado el rostro y partido unas cuantas costillas”.

Enciendió otro cigarrillo.

“A los malandros se los llevaron al hospital en una ambulancia. Y a mí en un jeep, de esos con jaulita atrás, directo a la comisaría. Les dije que más les convenía que tuvieran mucho cuidado conmigo, porque si me llegaban a poner una mano encima podía hacer que los echaran. Puro acting, en realidad estaba recontra cagada. Si a los hombres les hacían el arropón en las cárceles, a mí no me esperaba algo mejor. Me metieron en una celda sola mientras averiguaban mis antecedentes. Creo que pensaron que si me encerraban con otra tipa podría ser peor, o tal vez se creyeron lo de mis influencias.

Al día siguiente, me tocó llamar a mi tía diputada y me soltaron. Antes de irme, busqué al policía que me preguntó cuando llegué a la comisaría si estaba allí por profilaxia, y le escupí la cara. El tipo se levantó y me alzó la mano. Los otros lo detuvieron, di media vuelta y caminé a la salida pensando que si fuera la Kill Bill los hubiera descuartizado. No quería volver a estar presa, no podía creer que lo había estado ya”.

Los ojos le relampaguearon. Sus cachetes enrojecidos.

“Pasó tiempo para que me volvieran a encanar.

La segunda vez fue aquel día que estaba con mis chamos y Chicho en el parque de Los Naranjos. ¿Qué estarán haciendo mis chamos ahora? El maldito de Miguel lo logró. Cómo voy a creer en la justicia de este país, si ese juez hijo de la gran, luego de inflar sus bolsillos, sentenció que sólo puedo ver a mis hijos un día a la semana. Ellos estaban bien viviendo conmigo.

En la noche hacíamos una cueva con los muebles de la sala, y nos metíamos para tripear una de campamento. Un día hicimos una fogata en el balcón y los pajúos de los vecinos se quejaron. Nos acostábamos desnudos en el piso para sentir el frío. Nos turnábamos el centro de la rueda del parque para ver al cielo girando…”

Apretó fuerte sus manos de la rabia.

“ ‘Madre irresponsable, mal ejemplo para sus hijos’, dijo el desgraciado del juez. Ojalá y se muera. Es que me le iba a lanzar encima cuando les preguntó a mis chamos si yo les había dado a probar alguna droga. Dentro de unos años quién sabe qué droga les ayudará a huir del dolor por estar separados de mí. Seguro que Miguel les va a lavar el cerebro para que piensen que yo no los quiero...”

Se quedó callada por un rato, con la mirada extraviada. Se acercó al balcón y escuchó el ladrido de un perro.
“Ay, otro que me arrebataron. Mi Chicho, mi Rottweiller entrenado para matar. Para que atacara bastaba con que le hiciera una señal: una mirada, un movimiento, una palabra. Esa tarde, en el parque, yo tenía puesto los walkman. No me di cuenta cuando ese sádico se les acercó a Rita y a Leíto, y con unas chupetas los invitó a pasear en carro. Leo agarró a Rita y Chicho gruñó. Cuando volteé, el coño de su madre estaba a punto de llevárselos por los brazos. ¡Chicho, ataca! Bastó y sobró. Mis chamos me abrazaron las piernas y los giré para que no vieran. Yo sí miré, claro. El tipo corría de un lado al otro con el perro atrás. La sangre le manchó sus pantalones. Unas viejas gordas empezaron a gritar. Las policías llegaron corriendo y cuando le iban a disparar al perro, grité: ¡Chicho Stop! Y corrió hacia mí.

Las policías llamaron a una ambulancia para que se llevaran al hombre. Les expliqué que el tipo quería secuestrar a mis hijos y que cuando los tomó por el brazo y los forcejeó, Chicho lo atacó por instinto, y que yo por la música no me había dado cuenta, sino hasta que ellas llegaron, pero las gordas me desmintieron.

Las policías me pidieron que agarrara a Chicho porque se lo iban a llevar a la perrera, es decir, lo iban a matar, porque eso es lo que hacen. Y que ese tipo de animal no podía estar en la calle porque atentaba contra la seguridad pública. Le puse la cadena y les dije que si se lo llevaban a él también me llevaban a mí. Una vez más tuve que llamar a mi tía, que aunque ya no era diputada, siempre sabía a quién había que pagarle y tenía la plata para hacerlo”.

Escuchó el ruido de la puerta. Entró Diego azorado.

"¡Al fin!"

Dejó de pintarse las uñas, pero al verlo mejor, su facha, sintió miedo.
Diego estaba pálido, sudado, desconcertado. Le preguntó por qué tenía esa maldita manía loca de hablar sola, que si estaba loca, que cada vez que llegaba y la escuchaba desde afuera no sabía si estaba sola o con alguien.

Siguió gritando, no la dejó ni hablar. Le gritó que estaban jodidos que estaba todo mal y corrió a encerrarse en la habitación. Desde la sala Tanio vio cómo Diego se acostó en la cama boca arriba. Sacó de su pantalón la pistola que ella le dio en la mañana. Abrió la boca, se encañonó el cerebro y apretó el gatillo.

Tania quedó petrificada. Salió del cuarto para acercarse al balcón y comenzó a maldecir una y otra vez. Pensaba en sus hijos. Tomó el teléfono para llamar a su tía. Quería saber si había alguna noticia de sus muchachos y sobre todo si seguía con vida el papá.

Siempre sospechó que Diego no tenía la talla para asesinar, pero era una buena posibilidad para recuperar la custodia, así que lo convenció, porque sabía manipular, porque hablaba mucho. Estuvo ligando los dedos antes de pintarse las uñas y lo volvió a hacer y se manchó.

Su tía no contestó. Colgó y volvió a marcar. Comenzó a escuchar la sirena de la policía. Siguió repicando. Desde el balcón vio como llegaron al edificio tres patrullas. Esta vez no hay tutía.