sábado, 29 de mayo de 2021

Tu-tía

Tania, 33 años, uñas pintadas de rojo. Era una de las contadas rubias de su barrio. Llevaba dos meses viviendo con su Diego, un tipo de mala conducta. Estresada fumaba en el salón un cigarrillo tras otro.

Encendió la radio. Las voces que salieron del aparato criticaban el estado del país. La apagó rápido:

"Esos lo único que hacen es descargar y cagarlo a uno".

Se asomó por el balcón, muerta de nervios.

“Pero mira aquel pidiendo que alguien lo lleve en la calle, como hacía yo cada vez que peleaba con mis padres y luego me robaba un florero, un reloj, cualquier cosa de la casa y me ponía a venderlo en la esquina a los que iban pasando. Cuando alguien se detenía, hacía negocio a un precio resolvedor para mis andanzas y le preguntaba para donde iba".

Volvió al sofá, abrió el periódico, detalló la página de sociales con extrañeza. En la parte de superior había una reseña de una fiesta japonesa, abajo un matrimonio caraqueño:

“Los latinos somos unos apropiadores. ¡Mira cómo nos paramos frente a la cámara, desbordándonos de un ‘quiero salir en la foto’, en cambio, mira los japoneses, qué diferencia. Creo que fueron ellos quienes inventaron las cámaras. Allí están firmes como diciendo: ‘ok, una foto más’. Pero igual ellos también son medio invasores... hay países minados de japoneses: Canadá, Estados Unidos, Brasil...; Aquí sí que no vienen mucho, por algo será. Tal vez no les gusta la gente que habla tanto. Yo creo que es mejor hablar mucho que ser un tieso. Yo hablo hasta con las piedras porque eso me ha ayudado siempre. Muchos mesoneros me han cobrado menos cuando no me llegaba para pagar la cuenta. Habladera, una picada de ojo y eso está listo”.

Comenzó a pintarse las uñas de rojo, rojo sobre rojo. Pasó la página del diario, manchándola. Sección de crónicas.

“Otro chorizo que metieron preso. Yo también he caído enjaulada. Aquella noche, cuando me encontré a ese par de malandros abriendo mi carro. Les eché Paralizer, y antes de que pudieran pegar la carrera, ¡tas!, zancadillas, y a patada limpia. ¡No joda, me saqué toda la rabia que tenía aguantada por años! Para mí esos coños e' de madre que me estaban robando el carro eran los mismos que me habían desvalijado la casa un mes atrás. Maldita sea. Ojalá los agarraran y les dieran con una metralleta a toditos”.

Miró hacia arriba.

“Gracias Diosito que me los pusiste en bandejita. Les di con todo, pero luego pasó esa camioneta. Bajaron la ventana y me gritaron: ¡hija de puta! A esos tenía que demostrarles lo puta que fue mi madre por haberme parido. Corrí, los alcancé. Les golpeé los vidrios. Y no sé en qué momento llegó la policía. Basta que no los esperes pa’ que veas. De una me transformé. Usé la técnica que me había salvado en tantas ocasiones, porque siempre cuesta creer que una tipa educada y rubia puede ser peligrosa. Les dije hablando como una sifrina, que menos mal que llegaron, que aquellos dos que estaban tirados en el piso, casi muertos, eran unos asaltantes que me estaban robando el carro. Que yo era karateca y me defendí para que no me secuestraran. Y que cuando pasó este carro, corrí desesperada a pedirles ayuda para que llamaran a la policía.

Los pacos hablaron con los de la camioneta. Los pajúos les dijeron que me habrían gritado para que me detuviera cuando me vieron destrozándole la madre a esos dos tipos que ni se movían, tal vez estaban muertos o si no, seguro que no podían creer que una mujer les había desfigurado el rostro y partido unas cuantas costillas”.

Enciendió otro cigarrillo.

“A los malandros se los llevaron al hospital en una ambulancia. Y a mí en un jeep, de esos con jaulita atrás, directo a la comisaría. Les dije que más les convenía que tuvieran mucho cuidado conmigo, porque si me llegaban a poner una mano encima podía hacer que los echaran. Puro acting, en realidad estaba recontra cagada. Si a los hombres les hacían el arropón en las cárceles, a mí no me esperaba algo mejor. Me metieron en una celda sola mientras averiguaban mis antecedentes. Creo que pensaron que si me encerraban con otra tipa podría ser peor, o tal vez se creyeron lo de mis influencias.

Al día siguiente, me tocó llamar a mi tía diputada y me soltaron. Antes de irme, busqué al policía que me preguntó cuando llegué a la comisaría si estaba allí por profilaxia, y le escupí la cara. El tipo se levantó y me alzó la mano. Los otros lo detuvieron, di media vuelta y caminé a la salida pensando que si fuera la Kill Bill los hubiera descuartizado. No quería volver a estar presa, no podía creer que lo había estado ya”.

Los ojos le relampaguearon. Sus cachetes enrojecidos.

“Pasó tiempo para que me volvieran a encanar.

La segunda vez fue aquel día que estaba con mis chamos y Chicho en el parque de Los Naranjos. ¿Qué estarán haciendo mis chamos ahora? El maldito de Miguel lo logró. Cómo voy a creer en la justicia de este país, si ese juez hijo de la gran, luego de inflar sus bolsillos, sentenció que sólo puedo ver a mis hijos un día a la semana. Ellos estaban bien viviendo conmigo.

En la noche hacíamos una cueva con los muebles de la sala, y nos metíamos para tripear una de campamento. Un día hicimos una fogata en el balcón y los pajúos de los vecinos se quejaron. Nos acostábamos desnudos en el piso para sentir el frío. Nos turnábamos el centro de la rueda del parque para ver al cielo girando…”

Apretó fuerte sus manos de la rabia.

“ ‘Madre irresponsable, mal ejemplo para sus hijos’, dijo el desgraciado del juez. Ojalá y se muera. Es que me le iba a lanzar encima cuando les preguntó a mis chamos si yo les había dado a probar alguna droga. Dentro de unos años quién sabe qué droga les ayudará a huir del dolor por estar separados de mí. Seguro que Miguel les va a lavar el cerebro para que piensen que yo no los quiero...”

Se quedó callada por un rato, con la mirada extraviada. Se acercó al balcón y escuchó el ladrido de un perro.
“Ay, otro que me arrebataron. Mi Chicho, mi Rottweiller entrenado para matar. Para que atacara bastaba con que le hiciera una señal: una mirada, un movimiento, una palabra. Esa tarde, en el parque, yo tenía puesto los walkman. No me di cuenta cuando ese sádico se les acercó a Rita y a Leíto, y con unas chupetas los invitó a pasear en carro. Leo agarró a Rita y Chicho gruñó. Cuando volteé, el coño de su madre estaba a punto de llevárselos por los brazos. ¡Chicho, ataca! Bastó y sobró. Mis chamos me abrazaron las piernas y los giré para que no vieran. Yo sí miré, claro. El tipo corría de un lado al otro con el perro atrás. La sangre le manchó sus pantalones. Unas viejas gordas empezaron a gritar. Las policías llegaron corriendo y cuando le iban a disparar al perro, grité: ¡Chicho Stop! Y corrió hacia mí.

Las policías llamaron a una ambulancia para que se llevaran al hombre. Les expliqué que el tipo quería secuestrar a mis hijos y que cuando los tomó por el brazo y los forcejeó, Chicho lo atacó por instinto, y que yo por la música no me había dado cuenta, sino hasta que ellas llegaron, pero las gordas me desmintieron.

Las policías me pidieron que agarrara a Chicho porque se lo iban a llevar a la perrera, es decir, lo iban a matar, porque eso es lo que hacen. Y que ese tipo de animal no podía estar en la calle porque atentaba contra la seguridad pública. Le puse la cadena y les dije que si se lo llevaban a él también me llevaban a mí. Una vez más tuve que llamar a mi tía, que aunque ya no era diputada, siempre sabía a quién había que pagarle y tenía la plata para hacerlo”.

Escuchó el ruido de la puerta. Entró Diego azorado.

"¡Al fin!"

Dejó de pintarse las uñas, pero al verlo mejor, su facha, sintió miedo.
Diego estaba pálido, sudado, desconcertado. Le preguntó por qué tenía esa maldita manía loca de hablar sola, que si estaba loca, que cada vez que llegaba y la escuchaba desde afuera no sabía si estaba sola o con alguien.

Siguió gritando, no la dejó ni hablar. Le gritó que estaban jodidos que estaba todo mal y corrió a encerrarse en la habitación. Desde la sala Tanio vio cómo Diego se acostó en la cama boca arriba. Sacó de su pantalón la pistola que ella le dio en la mañana. Abrió la boca, se encañonó el cerebro y apretó el gatillo.

Tania quedó petrificada. Salió del cuarto para acercarse al balcón y comenzó a maldecir una y otra vez. Pensaba en sus hijos. Tomó el teléfono para llamar a su tía. Quería saber si había alguna noticia de sus muchachos y sobre todo si seguía con vida el papá.

Siempre sospechó que Diego no tenía la talla para asesinar, pero era una buena posibilidad para recuperar la custodia, así que lo convenció, porque sabía manipular, porque hablaba mucho. Estuvo ligando los dedos antes de pintarse las uñas y lo volvió a hacer y se manchó.

Su tía no contestó. Colgó y volvió a marcar. Comenzó a escuchar la sirena de la policía. Siguió repicando. Desde el balcón vio como llegaron al edificio tres patrullas. Esta vez no hay tutía.

2 comentarios:

  1. Sinceramente, disfruté un relato tan vívido, tan cargado de energía y de violencia desahogada con gracia y algo de humor negro también. Esa realidad caraqueña en la que otras ciudades también pueden reconocerse, esas confesiones de una protagonista capaz de auto-observarse y analizar sus emociones y reacciones, componen una obra intensa y creíble que roza lo freudiano y habla de un don descriptivo y narrativo aliado con una estupenda y muy dinámica inventiva, que transforma y exprime la realidad que toca. Sinceramente, te felicito, Daniel!!

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    1. Gustavo es el mejor comentario de un texto mío que me han hecho!!! MIL GRACIAS! pronto leo tu blog ;) y lo comento

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