domingo, 30 de mayo de 2021

Paraíso perdido


Cuando Ale me dijo que estaba embarazada me costó mucho creerlo. Entre lágrimas decidimos que naciera el bebé, y que nos casaríamos. Nuestra vida daría un vuelco gigante que aceptamos con miedo. Cuando les conté a mis padres, no pudieron ocultar su emoción; en cambio, los de Ale dudaron que pudiéramos asumirlo. ¿Cómo haríamos?, ¿Dónde viviríamos? No teníamos respuestas. Esperábamos que ellos nos ayudaran en todo sentido y así encontrarlas.

Poco a poco fuimos inventando nuestro futuro. La boda de rigor, muchísimo menos fastuosa a la imaginada por Ale desde que era niña. Un apartamento que nos alquilaron unos amigos de mi familia. El nombre del niño: Arturo, y el tan esperado día del parto, en el que pasó lo que tenía que pasar. Aún me cuesta decirlo. Demasiado difícil ha sido tragarme el "así tenía que pasar". El niño falleció, Ale también.

Me recluí en la casa de mis padres, a donde volví luego del suceso. Me quedé sin trabajo tras mis ausencias. La mayoría de mis amigos dejó de llamarme luego de un tiempo, desalentados por mis rechazos, pero Federico insistió hasta que le contesté.

La idea de Fede me pareció descabellada: irnos a la Gran Sabana a encaramarnos en el Roraima, el tepuy más grande de todos, con la gente de su trabajo a quienes ni conocía. Él trabajaba en Expedición, un programa de televisión dedicado a mostrar las maravillas naturales de nuestro país. El viaje tenía el objetivo de indagar el terreno porque el siguiente paso era ir a filmar el programa.

Yo me sentía sin fuerzas para subir las escaleras del edificio. ¿Cómo iba a hacer para llegar a esa cima? Sin embargo, acepté. Había escuchado que la concentración de energía de los tepuyes era impresionante, y ese día había amanecido pensando en que perdería la razón si seguía en casa. Necesitaba algo que me estremeciera. Esa invitación podía ser una mano salvadora. Fede se rio cuando le dije que yo no sabía escalar. Me aclaró que subiríamos en helicóptero.

La semana siguiente estábamos sobrevolando el río Orinoco y la selva amazónica, escuchándole al jefe de la expedición que los pemones creen que los tepuyes son dioses que quedaron petrificados.

Busqué conversar con el muchacho indígena que nos acompañaba. Quería indagar acerca de los acontecimientos extraños de los que contaban. Pune, así me dijo que se llamaba, me dijo que varias veces él había visto una especie de luz rodeando las inmensas rocas y que mucha gente que después de visitar los tepuyes se sentía diferente. Le pedí que más información pero se negó por respeto a sus dioses que ahora sólo dormían.

Luego de instalar nuestras carpas en la cima del Roraima me sentí anonadado por las estrellas, la oscuridad, por estar encima de las nubes. Era hora de dormir, pero yo no pude. Le conté a Fede que tenía un poco de miedo. Se rio y me tranquilizó diciéndome que allí no había monstruos sino maravillas naturales.

Esa noche no paré de sentir la sensación de estar en otro mundo, como si hubiéramos hecho un viaje a través del tiempo.

Al día siguiente salimos a explorar muy temprano. Observamos plantas con hojas de tamaños y colores que jamás había visto, pequeños riachuelos que culminaban en diminutos lagos que parecían perfectos oasis, cuevas con estalactitas que formaban figuras, rocas multicolores... Yo iba trasnochado y desvariando por las sorpresas. Me prendé con una palmera, no vi un hueco y me caí. El dolor fue inmenso. El médico de la excursión comprobó que me había fracturado el tobillo y me vendó. Como pudieron me cargaron hasta el campamento y se decidió que los esperaría allí. Ellos terminarían de hacer el recorrido hasta el extremo de la cima, porque tenían el tiempo contado, hasta que nos buscara el helicóptero al día siguiente.

El jefe de la excursión me insistió que me mantuviera quieto, con la pierna en alto, y pretendió tranquilizarme diciéndome que nadie iba a molestar mi reposo porque nosotros éramos el único grupo en el tope del Roraima, pero eso lo que hizo fue alarmarme.

Fede me preguntó si quería que él se quedara conmigo, pero le pedí que siguiera con el grupo. Era su trabajo y a mí nada me pasaría. Me dejaron una radio que funcionaba con interferencia. Me encerré en la carpa.

Al poco rato del grupo haberse marchado, el cielo se nubló, y fue cayendo la noche. Una lluviecita interminable me heló hasta el alma.

Abrí la carpa cuando cesó, para darme cuenta de que no tenía visibilidad a más de dos metros. Todo lo que veía era una neblina misteriosa, casi sólida, como con vida propia que rozaba las rocas recorriendo minuciosamente el suelo y mi cuerpo. Comencé a sentir un cosquilleo persistente. ¿Por qué no volvían? Una sensación de soledad y fragilidad infinitas se apoderaron de mí. Los minutos comenzaron a parecerme eternos, y me invadió la sensación de vació interminable.

Escuché ruidos. Eran pasos. Al girar el rostro vi unas manos que comenzaron a rozar la carpa, hundían el techo y los costados. “¿Fede?” Grité, y entonces, oí algo perturbador. El llanto de un bebé. Contagiado por él mi llanto brotó también. La locura se había apoderado de mí. Había perdido a mis dos amores y ahora me perdía a mí mismo.

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El médico acaba de entrar de nuevo a mi habitación para preguntarme cómo me sentía tras el efecto del sedante, y pedirme que le contara todo lo que ocurrió allá arriba nuevamente, pero yo lo único que quiero es regresar a aquella cima. Ir tras las huellas de mi locura, y perderme en ella definitivamente.

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